FRAGMENTO
Al alba, como había dicho Carballo, las naos estiran sus trapos y parten rumbo a Borneo. El ánimo ha vuelto a levantarse entre los tripulantes. Está visto que los estómagos son los que mandan. Ahora ya nadie piensa en abandonarse a una de estas islas y llevar una vida simple y primitiva. El mercader les conduce a la gran isla de Borneo.
No tardan en arribar y observan que las costas de Borneo son interminables. A pesar de que el piloto nativo conoce perfectamente esa ruta por la pericia que demuestra en sortear corrientes y escollos, hay que ir con la escandallo en la mano, pues los continuos y constantes bajíos hacen muy peligrosa la navegación.
Paralela a la costa corre una alta cordillera de pendientes escarpadas y barrancosas. Acantilados, rocas abruptas, pesados fantasmas de basalto van esparciéndose una milla tras otra. La isla parece inacabable. Y la navegación se hace cada vez más penosa a causa de las corrientes contrarias y de los amenazantes escollos.
De pronto el terror hace presa en los marinos. Detrás se ha formado una nube, negra como la pez, con sus extremos teñidos de rojo fuego, que poco a poco va oscureciendo al sol y empieza a perseguir a las naos con sus fauces violetas. Los albatros gigantes, intranquilos y asustados, vuelan a ras de agua emitiendo roncos graznidos.
—¡Estirad todos los trapos! —ordena Elcano—. ¡Cómo nos pille la tormenta nos hace verdadero picadillo contra aquellas rocas! Que cada cual sea diligente en su trabajo. Y recemos. Recemos para que pronto aparezca un refugio, pues de no ser así...
El viento empieza a zarandear las corcusidas velas, al tiempo que la mar se pone gruesa y las aguas se encabritan. Las olas avanzan hacia la costa desde el horizonte en cortejos grandes y regulares, con las crestas blancas, torrenciales. Y en las rocas las olas despliegan toda su espuma.
— ¡Si estuviéramos en altamar...! —deplora Gómez de Espinosa—. No tenemos ninguna posibilidad de virar. ¡Que aparezca pronto una ensenada!
La tremenda explosión de un trueno se multiplica en la inmensidad del cielo. Es el principio de una música ensordecedora, indescriptible, que se multiplica en los acantilados. Y el espacio se ilumina como si el cielo se incendiara a intervalos.
Los ojos llenos de terror se clavan en cualquier recodo que forman los peñascos. Y es que la borrasca acorta la distancia de una manera alarmante. Gruesas gotas azotan la nuca. La luminosidad pierde su brillo por momentos. El cielo se torna violáceo. Las leguas se suceden y el perseguidor está a punto de atrapar a su presa. La hará trizas contra los acantilados.
—¡Allá, allá parece que se abre la costa! —grita ansioso Pancaldo.
Una ensenada de arenas blandas y de aguas calmas se abre ante los ojos esperanzados de los expedicionarios. Y apenas entran las dos naos en el refugio cuando el furor de los cielos descarga su ira. La Naturaleza despliega sus descomunales fuerzas. Es impresionante ver como el mar se agita, se convulsiona desaforadamente en el fragor de la tormenta. Las aguas al chocar violentamente en las rocas saltan en iracundas y violentas olas. El rayo aterra, el trueno ensordece y el viento corre como loco escupiendo lluvia desde un cielo acerado.
Aún en el refugio de la ensenada, las naos de leños medio rotos y carcomidos amenazan con descuartizarse. Todos están con el espanto en los ojos. Por fin San Telmo aparece en la cúspide del palo mayor. También se manifiestan los fuegos de San Nicolás y de Santa Clara.
Ya no hay que temer, la tempestad huye. Y no tarda en volver a reinar el buen humor entre los expedicionarios.
Aunque al desaparecer el temporal el día ya no tiene virtud. Sería necesario arreglar los desperfectos, pero ya se hará mañana. El mercader da gracias a Alá por haberles salvado y también se maravilla por la resistencia de estos barcos. Da a entender que Burné, donde vive el gran rajá, está cerca de donde se encuentran.
La noche se pasa tranquila. Al amanecer del nuevo día el mercader marcha a Burné y los marineros se dan a reparar las naos. Estando absortos en tan fatigosa tarea llegan armoniosas melodías de cornamusas y tamborines y aparece doblando el cabo una gran piragua, que más bien semeja una galera por los abundantes remos a uno y otro lado; tanto la proa como la popa son altas y arqueadas, cuyos oros resplandecen al sol. Tanto la proa, que representa las fauces de un dragón, como la popa están ricamente labradas. Sobre la rada hay un alto mástil, coronado de plumas de pavo real, del que flota un pabellón blanco y azul. En dos almadías, que escoltan al prao real, están los músicos y cantores.
Los personajes que vienen a dar la bienvenida están muy lejos de parecerse a los salvajes desnudos de la isla de los Ladrones. Una pesadez de lujo denota la categoría del reino. Ocho ancianos de afilada barba suben a bordo de la Trinidad. Se les ve una afición por el adorno, que casi degenera en lo grotesco: sortijas, cordones policromos, dientes de animales, plumas, alas de insectos, adornan el cuerpo. El torso lo llevan al descubierto y se cubren la cabeza con un pequeño gorro, tan pequeño que apenas les cubre la coronilla. Las espadas, cortas y de hoja gruesa, tienen la empuñadura adornada y cincelada. Los soldados de la escolta van provistos de casco, coraza, escudo y lanza. Los escudos, en unos ovalado y en otros poligonal, tienen motivos incisos y pintados.
Carballo los recibe en la popa donde previamente se había extendido un tapiz. Los recién llegados dan el parabién a los extranjeros en nombre del rajá Siripada. El ademán de esos ancianos es comedido y su ceño apacible. Y ofrecen como presente dos cuencos de madera cubiertos con un paño de seda amarilla, uno lleno de betel y arce, raíz que mascan constantemente, y el otro con flores de azahar y jazmín. Carballo corresponde con regalos que también les agrada.
Entonces uno de los ancianos se levanta y hace una señal a los de las almadías. Y son trasferidas a las naos dos jaulas llenas de gallinas, dos cabras, tres grandes cántaros con vino de arroz y cañas de azúcar. Con ceremoniosa mímica se despiden abrazando a los más próximos. Van a la Victoria a ofrecer los mismos obsequios de bienvenida que aconseja la oriental cortesía.
— ¿Qué os decía yo? — se expresa orgulloso Carballo—. Estamos ante un reino con una riqueza y un lujo como jamás habéis soñado. Ya lo veréis. Ninguno se arrepentirá de haber venido a Borneo. Todos los países que hemos dejado atrás en este largo viaje son pura miseria al lado de lo que veremos con nuestros propios ojos. Tenía referencias de este legendario país y por lo que se aprecia no son equivocadas. Aquí nos haremos de oro. Merece la pena, pues, celebrar este hallazgo a lo grande. Destapad esos cántaros que han traído y bebed a discreción.
La marinería no necesita más para estar contenta. La jovialidad florece en los rostros de todos. En unos corros se cuentan chistes entre grandes risotadas, otros danzan y pronto se sacan los laúdes y guitarras. Se canta y se bebe. Todos están alegres. Hay esa felicidad que proporciona la camaradería y el ser compañeros de peligros y aventuras. Y este viaje, todo en sí, constituye la mayor de las aventuras que se puede imaginar.
—Este vino de arroz es mejor que el de palma que bebíamos en Cebú —dice el burgalés Pedro de Balpuerta, que había sido criado de Juan de Cartagena—, aunque marea más.
—Ya ni nos acordamos de que hemos estado a punto de servir de alimento a los cangrejos de los acantilados —comenta Esteban Bretón.
—Aquello ya ha pasado, y todo lo pasado, pasado está — filosofa el burgalés-— La vida continúa, sonríe y a vivir. La vida del hombre es un discurrir como las aguas del río: en la tranquilidad del remanso no hay señales del paso angosto. Sólo queda el vago recuerdo. Y la memoria humana no recoge todo el ayer, sino contados detalles. Y cuanto más dilatada es una vida en fuertes emociones más interferencias hay en tales detalles. Se está a la vuelta de todo, ya nada asombra. Y unos buenos tragos ahogan lo que queda de malos recuerdos en la memoria.
— No te dejaré beber más, pues de lo contrario nos atormentas con tus peroratas — le espeta Esteban Bretón.
Como no hay tasa ni medida, los expedicionarios beben más de lo que aconseja la templanza. Pronto se embriagan de una risa contagiosa.
— El reír es el anverso del llorar, lo mismo que la felicidad lo es del sufrir. Sólo hay un paso — apostilla Pedro de Balpuerta.
— Me vas a obligar a que te tapone la boca.